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Noticias
30-01-2012
El egipticismo, una decadencia del tango
nelly omar
Lo decandente, lo fértil, lo inauténtico. ¿Cuál es el fundamento de un estilo musical “que agoniza en su propia enajenación”? ¿Qué queda de la porteñidad con los cultores de “las prácticas embalsamatorias”?
 

“¿Quieren que les diga todo lo que es peculiar a los filósofos...? Por ejemplo, su falta de sentido histórico, su odio a la idea del devenir, su egipticismo. Creen honrar una cosa, despojándola de su aspecto histórico, (...) cuando hacen de ella una momia. (...) Estos señores, idólatras de las ideas, cuando adoran, matan y rellenan de paja todo lo que ponen en peligro cuando adoran.”
F.Nietzsche, “El crepúsculo de los ídolos”

“Je suis l’empire à la fin de la decadence”
Paul Verlaine

I

Lejos de Verlaine, y aún de Baudelaire, en el tango, el término “decadente” carece de sentido vindicatorio y se solidariza peligrosamente con su significación primaria.
No he hallado en la palabra “decadente”, (cuando hablamos de tango por supuesto), ninguna pretensión deliberada de “estilo”, sino más bien la materia en descomposición de un ente en expiración continua, tenaz postergación de una muerte cada vez más acabada, tanto por quienes lo odian, como por quienes tanto lo adoran como a un dios.
Si es que nos proponemos desembrollar cada una de las significaciones de la expresión y recurriendo a un orden semántico, “lo decadente” sería entonces, lo que declina, lo que degenera, lo que se corrompe.
En el reverso, se hallaría su representación contraria. Es decir, todo aquello que encarna lo impetuoso, lo robusto, lo joven.
El tango, o para comenzar a ser más precisos, la canción del tango, está tan en decadencia como la imagen fértil y rozagante de la muchacha que ahora se mira en el espejo y todo lo que ve, es una mueca acongojante de chochez.
Lo decadente, en fin, expresaría el pensamiento ahistórico, es decir, la enajenación de un marco social y temporal determinado de un movimiento cancionístico que, paradójicamente, se ha caracterizado durante por lo menos seis décadas del siglo XX, por su proximidad con la historia, tanto de la ciudad, como de la vida privada de sus habitantes.

II

La lírica del tango, como ente, tiene una razón de ser sólo si es arrojada al mundo en un sentido histórico.
Hija de la historia, esa lírica es producto de una cultura, o mejor dicho, de un folclore: el folclore urbano de Buenos Aires o eso que llaman “porteñidad”.
Todo lo que determina y produce la necesidad creativa del artista en esta ciudad, se retroalimenta de los rasgos y del espíritu de ese folclore. Si ese folclore se transforma, el artista también, porque forma parte de esa mutación, no importa de donde venga.
El folclore, en el marco de esta brutal colonialización del sujeto social a través de los medios de comunicación que ha arrastrado ya a unas cuantas generaciones, sufrió de modo inevitable procesos de transculturación y peor aún, de exoculturación, es decir, del reemplazo de una cultura propia por otra ajena.
En rasgos generales hay dos folclores que sobreviven: el folclore rural y el llamado rock nacional. Ambos, han logrado resistir esos embates ubicándose en flancos asimétricos.
El verdadero folclore rural resiste atrincherado en la comarca.
(Hay otro folclore, el afeminado, que no cuenta en el análisis, porque no es otra cosa que un baladismo de telenovela disfrazado de gaucho).
El rock nacional en cambio, resiste dejándose contaminar por la forma de los elementos exógenos del rock globalizante, pero incorporando lenguaje propio, es decir, lenguaje urbano.
El tango no. El tango desde hace por lo menos cuatro décadas agoniza en su propia enajenación.

III

La pregunta que me urge contestar a partir de estas observaciones es a qué llamamos porteñidad.
El interrogante puede contestarse siempre y cuando se subordine el concepto general a lo relativo de cada tiempo histórico. Por ejemplo, para los nativos pampas o querandíes, la porteñidad no significaba nada. El suelo que habitaban acaso tenía otros nombres o ni siquiera estaba presente la noción de puerto.
El puerto es una invención de la clase dominante porteña. Y es precisamente desde el puerto, desde esa percepción tan próxima del desarraigo y de la pérdida es que comienza a construirse el mito de la porteñidad. Primero en la literatura, luego en las letras de los tangos.
La percanta, el inmigrante, el guapo, el conventillo, más muchos otros arquetipos, fueron configurando un relato atravesado siempre, por un mito unívoco, cargado de dos símbolos axiomáticos: la madre y el barrio.
Todo lo que sucede en las letras de los tangos tiene por paradigmas, los mencionen esas letras o no, a la madre y al barrio.
El primer símbolo abarca a todas las categorías del sentimiento, ya que la madre se supone, personifica el más altruista de todos. Toda mujer que aparezca en una letra será indefectiblemente mensurada a través ese parámetro y sin apelaciones, insisto, se aluda explícitamente o no a la madre.
El segundo, comprende a la categoría del terruño. Es decir, el espacio desde donde se aleja el "héroe" del relato para iniciarse y luego de su apogeo, finalmente retornar. (No es otra cosa que el dominio espacial en donde fija un punto de partida el tiempo vital del ser humano: nacimiento, infancia, juventud, adultez, vejez y muerte).
(Una digresión: Discépolo es el poeta más vigente del género porque su poesía traspasa la frontera de los dos símbolos mencionados. Es más, salvo “Cafetín de Buenos Aires” donde se muestra extrañamente nostálgico, al primer símbolo, el de la madre, lo cuestiona, y al segundo directamente lo desestima).
Por supuesto que no mencionaré a Villoldo, encarnación de “otra porteñidad”.
El tango que nos ocupa es el de la modernidad, es decir, el de la Buenos Aires constituida en principal centro urbano del país subordinado a los intereses coloniales del siglo XX.
¿Hasta qué momento histórico sobrevive esa porteñidad?
Mi respuesta es hasta fines de la década del sesenta, cuando aparece una generación muy particular.
Algunos dirán, fueron el rock, Elvis Presley, Los Beatles, apoyados por la gran maquinaria de difusión multinacional quienes sedujeron a la juventud.
Puede ser. No digo que no.
Yo tengo otra teoría.

IV

Para esa generación, aquellos símbolos de porteñidad ya no parecían ser suficientes.
La política, es decir, Cuba, Vietnam, los movimientos de liberación africanos, la resistencia peronista, el Córdobazo, los distintos “azos”, en fin, todo ese cóctel fue el motor que impulsó un folclore de secesión.
Nada de lo viejo podía interesar, mucho menos los símbolos de la “vieja” porteñidad. El país, la cultura, habían experimentado una transformación o se estimaba que marchaba a un cambio de cuajo.
En este punto no estoy dispuesto a admitir aquello de la penetración cultural como único argumento, (aunque repito, no lo voy a subestimar como tal), ya que la juventud al romper lanzas con el pasado debió soportar ni más ni menos que la represión del onganiato, no lo olvidemos. Un régimen gorila con rasgos fascistoides que en los calabozos pasaba de la máquina cero a la picana sin escalas.
Quiero decir, el rock, su cultura de rebeldía, le venía a esa generación como anillo al dedo, pero no era fácil convertirse en un rebelde en aquellos tiempos, mucho menos podía representar un gesto de frivolidad.
Veo allí el origen de una brecha que inmediatamente separará la historia en dos partes. A cada lado de la brecha se sitúan enfrentados el relato paterno que comienza a caducar, y ese nuevo movimiento sin ideología a veces, pero caracterizado por el componente vigoroso de la juventud y aún de muchos adolescentes.
Se que no es novedad la siguiente observación, pero es necesario decirlo: se interrumpe allí un tipo de trasvasamiento generacional, el de la porteñidad entendida como un orden de usos y costumbres reflejados en la lírica del tango.
Mientras tanto, el tango sencillamente se distrajo, o no supo, o no pudo, (vaya a saberse), cómo regenerarse en esa circunstancia novedosa, y la palabra de ese tiempo histórico la tomó el rock nacional, apenas incipiente, constituyéndose en nuevo folclore urbano.
El arrabal, la niñez, la novia ausente, y toda la mar en coche, comenzaron a prescribir como simbolizantes.
Constatar lo que digo es muy sencillo. Si un antropólogo quiere indagar a través de la canción cómo era la vida privada de los porteños en la década del cuarenta, está claro que le bastaría con revisar cualquier letra de tango de esa época.
En cambio, si quiere repetir el procedimiento en la década del sesenta, o a principios de los setenta, inexorablemente hallará un resultado más preciso en las letras de Litto Nebbia, o de Javier Martínez, o del primer Spinetta.

V

¿Quienes odian al tango?
No sólo los difusores de FM con acento yanquie, las multinacionales o los colonialistas, sino también los que lo adoran.
En ese vacío, en esa oquedad desértica, consecuencia de la falta de transmisión generacional, se ha fortalecido una especie de casta sacerdotal, legataria de la dote tanguera, que domina el territorio de muchos programas de radio en algunos casos, en otros, se enseñorean en las academias, rindiendo culto genuflexo a los muertos, (y corrijo, aún a algunos vivos que ya se sienten próceres).
Esa ralea de embalsamadores, necesita mostrar permanentemente que el muerto está vivo. El tango es el botín del que se sienten herederos y para tal fin no solamente lo convierten en una ciencia que ni siquiera son capaces de estudiar más allá de la memorización de fechas insustanciales, sino que también lo maquillan, lo transforman y lo exhiben como a una momia egipcia, en fin, lo patetizan. Esa tarea también forma parte del negocio, tanto for-export, como de la permuta que hacen aquellos quienes carecen de creatividad y por lo tanto, son refractarios a la continuidad del género.
En otros casos, son los mismos intérpretes quienes no se percatan del síndrome napoleónico por el cual se disfrazan de cantores, enajenándose del tiempo que les toca vivir, creyéndose parte de aquellos buenos viejos tiempos de los cuales, ya nadie tiene registro.
La alteración que hacen es simple. Colocan al tango por delante del hecho artístico. El muerto momificado es el reaseguro del aplauso complaciente y del prestigio ajeno arrogado como propio.
No hay peor error que confundir el efecto con la causa.
El tango debería ser el fin último, el resultado. Pero no, ellos optan por el camino más fácil y la consecuencia es la enajenación del protagonista del caso, que no es otro que el que cuenta la historia, o mejor dicho, el que canta la letra.
No reparan en que el público no existe. Son como una raza de zoombies que interpretan para nadie. Todo lo que tienen enfrente de sí mismos es una criatura inmutable que no demanda novedad ni calidad, porque todos adoran al “dios tango”, le rinden pleitesía con devoción y sin controversias.

VI

Sólo unos pocos estamos en condiciones de escribir buenas canciones de tango. Quiero decir, los que podemos establecer puentes entre la lírica urbana y la urbe en la que vivimos, nó en la que vivieron nuestros abuelos.
El resto, se divide en tres tipos de letristas: a) los que tienen buenas intenciones pero no lo logran; b) los que carecen de una formación artística; c) los que no tienen nada interesante para contar.
El verdadero artista, ha pasado por esos tres estadios, con la diferencia que puede detectarlos merced al pudor.
La falta de pudor es uno de las grandes catástrofes que sufre nuestra música popular y en especial, el tango.
Nadie, por más acaudalado que sea, se atrevería a ofrecerle dinero a Charly García o a Peteco Carabajal para que graben esas letrillas rudimentarias que algunos se atreven a escribir con total impunidad, o que se conviertan en meros acompañantes de millonarios con berretines de cantor.
Sin embargo el tango está tan en decadencia, (y esto nadie lo quiere admitir), que muchos de sus músicos más dotados se ven obligados a sobrevivir en ese lenocinio.
Igual que las prostitutas, algunos lo hacen por legítima necesidad, y otros ya lo hacen por deporte.

VII

Fuera de las categorías de espacio y de tiempo, el tango se convierte en una ilusión, en un espectro evanescente al que invocan los hombres para desatender una realidad en la que ese dios se halla ausente, dormido, o directamente muerto.
Es cierto que especialmente en el tango, las letras se han caracterizado por el tono elegíaco y que lo decadente forma parte de su sustancia en tanto estilo o manifestación artística de una cíclica “belle epoque” que siempre antecede al protagonista. Es decir, al “yo lírico” que simboliza.
Pero ante el vacío, frente al tiempo muerto en el que el dios porteño se ha alejado por varias décadas de los patios, de los colectivos, de los bares, de los carnavales, del silbido mañanero, no tiene más remedio que invocar al muerto, al dios que caracteriza un tiempo imposible de añorar, ya que no representa símbolo histórico alguno, ni para el narrador, ni para el receptor, es decir, ni para el cantor ni para eso que llaman “público”.
Se inferirá que no tiene sentido abandonar la práctica embalsamatoria para interesarse por un cancionero actual absolutamente desparejo, muchas veces falto de nivel poético, primario, elemental.
Es verdad. En gran medida es así.
¿Pero de qué manera los mejores artistas, esos que no le cantan a la rosa, sino aquellos que la hacen florecer en el poema, - como bien dice Huidobro - , pueden acercarse a un género anquilosado, copado por oportunistas y fariseos?
Existe un sólo modo y es decirle a esos adoradores:
"- ¡Dejen de una buena vez morir al tango para que viva!"

 
Alejandro Szwarcman
en alejandroszwarcman.blogspot.com
 
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